Ya son diez años, para mi reloj del tiempo fue casi ayer. La tragedia de Juan Fernández nuevamente nos retorna a hablar de la figura de Felipe Camiroaga que con el paso del tiempo solo parece engrandecer. Pero no hablaremos de su persona o sus cualidades como comunicador social, sino del hecho por qué un hombre que se tenía hombre y apellido hoy lo conocemos simplemente como “Felipe” o “Felipito”, como uno más de nuestra familia, el más querido de la familia, Camiroaga era el último depositario del poder de la televisión.
Decir que el 2 de septiembre de 2011 falleció la televisión chilena no parece ser una analogía edulcorada, la muerte de Camiroaga terminó siendo el final del periodo en que nuestra pantalla chica logró ser el más poderoso medio social en nuestro país a lo largo de más de tres décadas, todo lo que nos importaba como sociedad estaba en la televisión. Ya hemos hablado sobre la influencia de la industria televisiva nacional durante las décadas de los setenta hasta los dos mil, y el último gran referente del poder convocante de la industria fue justamente Camiroaga.
Felipe Camiroaga pertenecía a una época de transición de la televisión, una asociada al divertimento como forma de evasión social en tiempos políticos convulsos, la televisión no podía constituirse como un medio de disidencia, pero la generación surgida a partir de los noventa abrieron un espacio diferente, de mayor apertura de contenidos y visiones, y su mayor representante fue Camiroaga, incluso logró mantener intachable su popularidad cuando quebró el “mantra” existente para los comunicadores, el identificarse con una posición política, esa demostración era también una señal de madurez de un país que ya podía atreverse a hablar otras cosas, más profundas y con mayor peso.
Pero más allá de su carácter más novedoso y atrevido, Felipe Camiroaga aún pertenecía a una camada que simbolizaba a la televisión como el más grande medio de comunicación social existente, y lo aprovechó en su máxima dimensión, pudo caracterizarse tanto en la actuación, la animación y el periodismo sin ser ni actor ni periodista y a pesar de aquellos ripios profesionales, pudo sortear con éxito tales carencias gracias a su carisma personal, lo que generó un nivel de cercanía social pocas veces en Chile.
Y es verdad, puede haber en un grupo una sobrevaloración a Camiroaga por asociarlo a cierta postura política, o como una figura de la cultura popular (tratando de generar apelación al “pueblo llano” al que estos grupos no pertenecen), pero la figura de Camiroaga se explica en un contexto muy diferente al que vivimos hoy, un contexto en que el valor de la televisión podía congregar al más amplio espectro social; ricos y pobres, derechistas e izquierdistas, jóvenes y viejos. Si bien es cierto que el 2 de septiembre de 2011 la televisión “murió”, no es necesariamente por el fallecimiento de este comunicador, sino es que desaparecía uno de los últimos elementos que podían unir al país a través de la pantalla chica, más que la muerte de un comunicador, moría un símbolo del poder hegemónico de la industria televisiva.
2011, año en que las redes sociales provocaron grandes cambios políticos globales, tocó en puerta en Chile la palabra “renovación”, no solo caras nuevas aparecieron en la discusión política y social chilena, sino que también nuestros medios de comunicación comenzaron a cambiar de manera drástica, solo que a diferencia de ser un cambio tenue y hasta imperceptible, en Chile se representa en una triste tragedia, el accidente del CASA 212 terminó siendo el último gran evento donde la televisión pudo manifestar su transversalidad, desde ahí comenzó su largo y notorio letargo. El cambio era inevitable, pero aquí tornó ribetes dolorosos y de pérdida colectiva. Camiroaga representó el fin de una era al cual nuestra televisión a un le cuesta asumir.