Para muchos entendidos, este sería el momento de mayor realce de la industria televisiva chilena, por lo menos para quien escribe esta columna adhiere a esta afirmación. Es el momento de mayor engranaje de nuestra pantalla chica, alcanzando altos niveles tanto de sintonía como de credibilidad. Se alcanza el equilibrio de ofrecer programación atractiva junto con entregar una pluralidad de opiniones y visiones, es la combinación exitosa de un proceso que hemos detallado en anteriores columnas y que tiene su culminación por aquellos años.
El proceso, objetivamente hablando, inició de manera simbólica en junio de 1992 con el establecimiento del sistema de medición de audiencias en línea, esta implicó una revolución copernicana en la percepción del comportamiento de las audiencias ya que significaba un seguimiento simultáneo de las diferentes conductas del espectador. Pero esta revolución solo se hizo patente en marzo del año siguiente, cuando Televisión Nacional y Canal 13 lanzaron en simultáneo sus telenovelas vespertinas en lo que la prensa comenzó a llamar como “la guerra de las teleseries”. Fueron estas producciones el motor fundamental para el desarrollo no solo de una robusta área dramática, sino de la construcción de un trabajo de promoción previa de manera profesional, acercándose al parámetro establecido para las grandes producciones cinematográficas; el marketing y la circulación de productos relacionados a estas producciones generaron un fenómeno social en torno a las telenovelas chilenas, pasando a ser definitivamente como el gran pivote del rating para las principales cadenas.
Este es el proceso de culminación de la “chilenización” de la programación local, luego de muchos años en que se esmeró en que la producción nacional supera a la extranjera (especialmente en el horario estelar) esta puede concretarse. Vemos en este periodo una gran diversidad de producciones nacionales en todas las áreas de programación. Los programas nacionales ganan no solo más tiempo en las parrillas sino un alto alcance de identidad con el público. Animadores y actores pasan a ser protagonistas definitivos del “jet set” criollo. Me quiero detener en este último detalle. Si bien nuestra industria desde su despegue en masividad en los sesenta tenía alta figuración en medios, aún no llegaba a cierta prensa con el interés necesario, me refiero a las llamadas revistas de papel couché como Cosas y Caras, asociadas tanto a los sucesos internacionales y cuyo target es el público de mayor condición socioeconómica, a mediados de los noventa comienza a trasladar de sus portadas a las estrellas del exranjero para reemplazarlos por figuras locales, esto demuestra que las figuras de la televisión local efectivamente han llegado a representar una transversalidad en su figuración pública, ya no son considerados como los hermanos menores de las personalidades extranjeras ni siquiera en las clases pudientes. Es la demostración clara del éxito absoluto de la televisión chilena de llegar a todos los sectores de nuestra sociedad.
Esto no quiere decir que en este periodo no estuvo exento de situaciones negativas, como algunos episodios de autocensura y limitación de contenidos, como también al terminar este periodo se genera una discusión pública acerca de la “chabacanería” y liviandad de estos espacios, siendo la víctima preferida al programa Viva el Lunes, ícono máximo de la televisión chilena por estos años. Se acusa también que la televisión mantiene los mismos cánones de los años anteriores, sin demostrar una renovación en sus principales figuras, manteniendo en una periferia a personalidades y formatos que podrían representar de mejor forma la voz de grupos más excluidos como eran los jóvenes y grupos políticos extraparlamentarios.
1998 sería el comienzo de la gran transformación por varios motivos. Es el año en que se desencadenan varios episodios que afectan tanto a la realidad de las estaciones como de nuestra sociedad. La crisis asiática (que comienza a percibirse sólo del segundo semestre en nuestras pantallas) implicaría una reducción presupuestaria en los canales, el fallecimiento de Eleodoro Rodríguez Matte, director ejecutivo de Canal 13 y la llegada de Rodrigo Jordán implica una necesaria renovación en el esquema clásico de la estación universitaria, pero sucesos externos implican un cambio cultural en Chile como fue la detención de Augusto Pinochet hacen que la conservadora sociedad chilena comience a cambiar de piel. Será el Mundial de Fútbol de 1998 el último gran reflejo de una era de prosperidad presupuestaria y de contenidos que inmediatamente después iniciará a experimentar cambios. El cambio, notable en todo sentido, será tratado en otra columna. Solo nos queda concluir que aquí acaba la que he denominado “larga edad de oro de la televisión chilena”, con estos años analizados como expresión máxima de la influencia social de la televisión local.