En la década de los sesenta, una serie de cientistas sociales elaboraron una teoría denominada como “relación de dependencia” en torno al manejo económico de las naciones latinoamericanas y su orientación exportadora hacia los países desarrollados, donde estos convertían las materias primas en artículos de gran integración tecnológica y que sería consumida por los países del tercer mundo. No queremos asociar el concepto completo a la televisión chilena, pero algo de esto ha sucedido en nuestra industria durante la historia.
En los años en que esta teoría era discutida, y se aboga que la pantalla chica tuviera una actitud comprometida con los cambios políticos y sociales de los sesenta y setenta, era el periodo con mayor dependencia de la televisión chilena del contenido foráneo. Si bien se desarrollaron espacios televisivos de fuerte identidad nacional, la base fundamental de las parrillas programáticas eran los espacios enlatados provenientes desde Estados Unidos, que aseguraban alta sintonía y rentabilidad económica, también esta dependencia no solo se daba hacia los mercados más desarrollados sino dependemos fuertemente de producciones realizadas por otros países de la región. A pesar de que Chile tenía figuras de presencia internacional como Raul Matas y Enrique Maluenda, el país no tuvo el suficiente impulso para exportar producciones chilenas.
Hemos hablado anteriormente sobre un gran despegue de la producción nacional a partir de los últimos años de la década del setenta, y ya promediando los ochenta percibimos una voluntad de generar un mayor contenido nacional. El éxito de las telenovelas vespertinas generó el primer impulso para que las producciones nacionales fueran exportables, tanto en su formato de guiones como enlatados. También espacios estelares pudieron ser transmitidos en cadenas internacionales (nos referimos a Sabor Latino) y contaron con una gran aceptación de la audiencia y la sintonía. Los ochenta se terminan con el inapelable éxito en toda la región y el mercado hispanoparlante de Estados Unidos del principal espacio televisivo de nuestro país, Sábados Gigantes, aunque desarrollado de manera autónoma en Miami. Pero la conclusión dejada es que la televisión chilena podía tener una condición de tener distinción internacional.
Los noventa presentan una paradoja, más allá del éxito de figuras como Cecilia Bolocco y Mario Kreutzberger en la región latinoamericana, la industria nacional se enfoca en generar material más dedicado hacia el público chileno, cubriendo las necesidades de la audiencia chilena y reduciendo la dependencia hacia material extranjero. De todos modos hay una internacionalización del contenido nacional bastante exitoso a través de la señal internacional de TVN, que tiene una gran aceptación más allá de las comunidades chilenas residentes en el extranjero.
Pero si de décadas fructíferas para la exportación de contenido nacional se habla, son los 2000 los que reflejan una actividad bastante interesante de nuestros programas. Más allá de las complejidades culturales y de nuestros modismos, son variadas las producciones dramáticas que llegan a incluso a cruzar el charco del Atlántico (Machos), pero tienen mayor éxito los formatos de programas nacionales, sean de telenovelas como de espacios franjeados, es así como hasta el día de hoy programas como Rojo y Calle 7 tienen continuidad en países como Paraguay, Ecuador y Perú.
Tal vez desearíamos que nuestros programas tuvieran un alcance en países de mayor potencia televisiva, existe un balance histórico bastante positivo en cuanto a la generación de contenido nacional capaz de quebrar la dependencia de otros países y poder exportar parte de nuestra programación, El desafío es poder crear material aún más competitivo y de mayor calidad para que el mercado chileno sea atractivo más allá de nuestras fronteras y así darle una mejor cara a nuestra alicaída visión sobre la pantalla chica.