Había faltado desde una tribuna un análisis final del Festival de Viña del Mar, y no era por un asunto de olvido o de falta de tiempo, simplemente quería hacer este análisis en el fin de semana donde se organiza el festival Lollapalooza en Santiago.
Hoy resulta casi inevitable hacer un ejercicio de comparación entre ambos eventos, a pesar de sus muy diferentes orígenes y propósitos, ambos terminan siendo los eventos que terminan el verano y congregan a grandes cantidades de personas. Pero esto va más allá, suele percibirse que el crecimiento de un certámen (Lollapalooza) se hace en detrimento del otro (Viña). Este año, hasta antes de que el evento de la ciudad jardín se iba a llevar a cabo, esa sensación solo aumentaba.
Durante todo el verano el festival creado en Chicago por Perry Farrell había desplegado una intensa campaña publicitaria, no solo le acompañaba un generoso line-up, sino también le acompañaba un afiatado respaldo de las marcas que auspician el evento, que este año ha llegado a superar la veintena (veintidós para ser precisos, similar a la Teletón), a lo largo de todo Chile diversos productos cubrieron letreros y avisos publicitarios ofreciendo sorteos para asistir al evento. Pero antes de marzo estaba febrero, y febrero es sinónimo de Viña, y si no fuera por los avisos promovidos por los canales organizadores no había sensación alguna que el “festival latino más grande del mundo” iba a llevarse a cabo. Es más, muy pocos anunciantes hicieron lucir su calidad de auspiciadores del festival y todo encima de la hora.
Todo esto era acompañado por una parrilla que no era comprendida por el público más tradicional del festival, la organización se enfocó en promover a un público mucho más juvenil que en otras ocasiones, esto justamente podría generar cierto riesgo. Pero ese peligro pasó a ser una gran oportunidad, el enfocarse a un público que no valora necesariamente a Viña como un evento trascendental-tal cómo la perciben las generaciones anteriores-y que prefieren pagar un ticket al festival organizado en el Parque Cerrillos, han encontrado en el evento viñamarino un lugar donde pueden escuchar algunos de los artistas de moda en los géneros urbano y latino y no clasificar a Viña como un evento de “señoras y abuelos”. En algo que sí estamos de acuerdo es que al enfocarse tanto en las últimas generaciones, el evento de la Quinta Vergara se olvidó en poder a un artista lo suficientemente transversal como para paliar las críticas que iban a recibir de su público más fiel, aquellos que entienden la importancia histórica que tiene el Festival de Viña del Mar.
En definitiva, Viña terminó gozando de un rejuvenecimiento de su público, algo necesario para su supervivencia y para atraer a los avisadores. Además, más que competir con Lolla, Viña supo buscar artistas que si bien comparten un mismo rango etáreo, no son lo suficientemente alternativos como para entrar al show de marzo. Más que generar una competencia que al final de cuentas terminaría dañando a la industria del espectáculo se conforma una necesaria complementariedad entre dos eventos que demuestran que Chile es una interesante plaza dentro del circuito de eventos masivos en la región.