Hablar del Festival de Viña del Mar es hablar finalmente de Chile, de lo que somos, lo que queremos ser y lo que aparentamos, esa es la gran explicación de por qué un evento perdura a pesar de los múltiples eventos similares que se desarrollan en nuestro país y que presentan mejores parrillas, más actuales y que cuentan con mayor venía del poder mediático y publicitario. Hablar de Viña en resumidas cuentas es de un país que quiere resaltar una enconada “excepcionalidad” dentro del concierto latinoamericano pero que finalmente es producto del asilamiento geográfico del cual vivimos por siglos.
Es ese provincialismo disfrazado de excepcionalidad, que hoy se refleja con tanto orgullo en redes sociales, era una de las cosas que más se evidenciaba en el momento en que inciaba el certamen viñamarino. Existía una necesidad de mostrar que éramos especiales y que hacíamos un evento que tenía reconocimiento internacional. Se crearon los mitos de artistas que nacieron y proyectaron su carrera internacional en Viña del Mar y constantemente se hacía referencia de que el evento festivalero era transmitido a toda la región. Viña era la oportunidad de querer afirmar que éramos importantes, que éramos escuchados en el mundo.
Pero entra la contradicción que refleja más que nada somos provincianos. El evento tiene cosas demasiado típicas para nuestro país, partiendo por la presencia constante de humoristas que solo llegan a entendernos nosotros mismos, como un signo de autorrepresentación. Se gasta tanta alusión a que nos están viendo millones de ojos a lo largo del continente para que un grupo de comediantes haga chistes apenas entendibles para nuestros vecinos.
Pero la contradicción palpable de ser internacionales pero a la vez se pretende ser un evento intrínsecamente chileno se hizo más evidente hace treinta años, cuando Televisa toma parte de la organización del festival. Toda la ambición de organizar un evento realmente internacional con la trascendencia que ello implica se vio mermada por la resistencia del público chileno a incorporar elementos que eran desconocidos a nuestro entorno. Viña ’94 sin dudas fue un avance encomiable en torno a la organización y la selección de artistas que tomaron parte del certamen, pero el chileno prefiere recordar el bluff que consistió el grupo Onda Vaselina para denigrar la “mexicanización” del festival. Si bien la alianza Televisa-Mega funcionó hasta 1999, los mexicanos tuvieron que bajar el acelerador y darle preferencia a los ejecutivos chilenos, no por nada fue durante estos años donde se presentó en la Quinta Vergara uno de los dúos humorísticos más representativos del país, Dinamita Show.
Los años pasan y la discusión sigue. El festival, muy seguido en países de la región, mantiene esa contradicción típica de nosotros de querer mostrarnos como internacionales, pero finamente lo que queremos es representarnos lo más fiel a lo que somos. Pretendemos marcar más distancia de nuestros vecinos de lo que corresponde y más que tratar de parecernos europeos (nuestro sueño más caro) terminamos demostrando nuestra más sincera y honesta chilenidad. Queremos salir al mundo, pero sin perder lo nuestro, queremos dejar de ser una isla, pero cuidado si nos quieren quitar parte de nuestra identidad. Eso somos y eso es lo que vemos en los seis días del año en que se supone que Chile se relaja, pero finalmente lo que más termina reflejándose es como somos los chilenos.