Hay una intensa actividad de foros, programas, panelistas, tertulianos, etcétera etcétera en nuestros medios de comunicación, intensificados desde los eventos de octubre de 2019 y que a pesar del fin del proceso constituyente permanecen con bastante regularidad en diferentes plataformas, tanto tradicionales como digitales. Asimismo, es claramente observable el nivel de mayor división y exacerbación en los argumentos de estos rostros, pero también en el énfasis que otorgan los titulares de los principales medios a determinados hechos noticiosos.
No quepa dudas que Chile, o mejor dicho sus medios, están más comprometidos ideológicamente que hace cinco, diez o veinte años atrás, o mejor dicho, presentan con mayor vehemencia sus banderas de lucha. Aquello no significa ningún problema ya que están ejerciendo todo su derecho a manifestar su visión sobre la sociedad que pretenden defender. Pero hay un problema que va más allá de los medios, tiene que ver con los receptores de estas informaciones, o sea, los consumidores de estos contenidos.
Siento que el chileno común y corriente no está adecuado a esta avalancha polarizadora que se evidencia en los medios y siento que hay dos razones, algo antagónicas pero que de todos modos se representa muy bien. El primero es una falta de cultura cívica que genera que las discusiones políticas se hagan en una posición de respeto ante quienes no piensan lo mismo, a la vez que el debate político solo se limita a espacios muy restringidos.
El segundo tiene que ver con los traumas que las generaciones mayores vivieron ante episodios dolorosos para nuestra identidad, no cabe dudas que el proceso político chileno a partir de los años sesenta y que acabó con el fin de la dictadura de Pinochet fueron años de suma polarización, con la pretensión declarada y consumada de eliminar a los que pensaban distinto, eso generó que muchos chilenos vieran la política con distancia porque el hecho mismo de hablar y hacer política era un peligro para la propia integridad de los individuos.
Hay algunos productores, periodistas e incluso dueños de medios que pretenden transmitir la lógica del debate puramente apasionado e ideologizado que presentan los dos países que más tratan de copiar los comunicadores chilenos: Argentina y España. El problema es que los chilenos, por mucho que tenemos bastante en común con esas dos culturas, no tenemos la idiosincrasia que los hace enervar su carácter al momento de emitir cierta opinión pero luego calmarse y seguir de amigos con el interlocutor cerrado un debate.
Tenemos muy mentalizados la idea que de “política, religión y fútbol no se habla en la mesa” porque preferimos no gastarnos en debates que nos llegan a separar de nuestros seres queridos. Tenemos la costumbre de guardarnos las cosas y si las decimos, las hacemos de una manera hiriente y desgarradora, lo que finalmente nos produce evitar hacer comentarios que generen una agresión al otro.
En definitiva, no tenemos la madurez suficiente para tener una actitud más frontal en el momento de emitir opiniones controvertidas, sentimos que dañamos y separamos al resto. Las huellas de nuestra historia llevan a eso, pero claramente deberíamos mirar al futuro y buscar formas que el debate público sea franco y directo, pero que no genere una destrucción a la tan necesaria amistad pública.