Esta década partió conflictuada para la televisión chilena: Entre un estallido social (del cual hoy muchos reniegan injustamente, como el caso de Quique Neira), la pandemia, un cambio de gobierno, dos plebiscitos fallidos y que evidenciaron las falencias de nuestro sistema político y una torta publicitaria cada vez más reducida.
En comparación con cualquier canal de TV paga con feed chileno o que incluya a nuestro país, la televisión de libre recepción pierde mucho no solo en avisaje, sino que en cantidad de telespectadores. Por ello ya se autodecretó su fracaso y confirma que va a apelar al mismo público fiel de hace ya varios años, y en ello apostará -querámoslo o no- por contenidos y gentes cada vez más cuestionables.
Quizás eso explique que después de cinco años, los canales vuelven a confiar en el mismo género que los llevó a la quiebra hace casi dos lustros.
No cabe duda que a comienzos de la década pasada, la televisión abierta ganó mucho con la farándula, pero a la vez perdió. Ganó en el sentido de que tuvo mucha gente pegada a la televisión y así como con la teleserie de moda, mucho público -entonces adolescente- seguía el quehacer de figuras que hoy, comprensiblemente, ya no quieren saber nada de ese mundo. Tienen sus razones y quien use el chauvinismo o el patrotismo de pobla para ningunearlo, como se vió con el desahogo de Nicole Moreno, sencillamente no está entendiendo nada.
Pero a la vez, perdió ya que en el mismo momento en que las divas del pop más importantes del nuevo milenio se disputaban los charts y venían a engalanar las noches en diversos países, incluidos los de nuestra región, la televisión chilena optó por darle onerosos presupuestos a programas cuestionables, donde se sexualizaba a menores de edad, se generaban disputas artificiales que después se tomaban muy en serio, y en contenidos cada vez más aberrantes. Curiosamente, en la misma época en donde comenzaban a desnudarse las miserias de nuestra justicia y las desigualdades que hay en nuestro país.
Por ello, creemos que recurrir a esas mismas prácticas es un sinónimo inequívoco de fracaso dentro de una industria que nunca supo que venía una revolución digital, que hoy gana la pulseada incluso con rostros insólitamente desechados por los canales grandes. Todo mientras optan por guardar silencio ante escándalos como Hermosilla, Macaya y las mismas desigualdades de nuestro cuestionado y corrompido poder judicial, para alzar a viva voz incluso insignificantes polémicas en el Frente Amplio o en todo lo que huela a progresismo.
La violencia vende, pero (porque algo de consuelo hay en medio de esta “tormenta perfecta”) solo en ese público reducido que hoy sigue viendo televisión abierta. En lo digital, hay espacios de conversación valiosos en donde diversos rostros están sacándole el jugo a plataformas que creen en ellos y saben explotar su potencial incluso mucho mejor que algunos mandamases que pasaron por la tele en los últimos catorce años.
Por ello hay que darse este debate: ¿Valdrá la pena a largo plazo que la televisión abierta vuelva a confiar en la farándula? Esta respuesta la tendrá el tiempo. Lo que sí queda claro, a juzgar por lo que hemos visto últimamente en los programas del rubro, es que es insólito que un género televisivo que en otros países fue un símbolo del destape y la descartuchización del medio, justo en nuestro país sea tan facho y conservador. ¿Será porque su mentor en los dosmiles, Rodrigo Danús, fue miembro de un grupo ultraderechista dentro de la Universidad de Chile?