Hace algún tiempo, años atrás, escribí en este misma tribuna una columna llamada “El día en que la televisión murió” aludiendo al fallecimiento del equipo de TVN encabezado por Felipe Camiroaga en la isla Juan Fernández en 2011. Ante un nuevo aniversario de este trágico hecho, debo rectificar esta aseveración tan elocuente.
Sin dudas que el fallecimiento de Camiroaga dejó un vacío existencial enorme dentro de la estación pública y me atrevo a decir que para toda la industria en general. Camiroaga fue el último gran representante de una televisión que fue el primer gran canalizador de la sociedad chilena y que llegó a interpretar a extensos sectores de nuestro país. Pero atribuir la decadencia de la pantalla chica a una sola persona es defender un discurso que solo se apoya en elementos emocionales y no meramente objetivos.
La televisión, como un gran sistema organizado, no depende de una sola persona para su funcionamiento. Las grandes organizaciones son fuertes no por la presencia de una sola individualidad que marque la diferencia, sino de un engranaje que mantiene en funcionamiento la máquina organizativa independiente de las personas que intervienen en ella, porque finalmente estos sujetos son temporales, las organizaciones deben ser atemporales, con la vocación de ser permanentes para lograr estándares de trascendencia.
Decir que el fallecimiento de uno de los elementos temporales marca el fin de una gran institución es asumir que la industria televisiva chilena o era un organismo débil, que depende de un puñado de personas para su buen funcionamiento o que finalmente esta organización venia débil desde mucho antes, solo que el gran síntoma público fue el accidente de Juan Fernández. Tomando en cuenta la distancia temporal ya apreciable en torno al hecho, podemos apreciar que esta segunda hipótesis es la más adecuada. Desde finales de la década del 2000, la televisión presentaba una serie de señales de debilidad que solo se intensificaron cuando la pérdida de avisaje publicitario se acentuó, pero ya había una fuerte abandono en diversos grupos etareos, además de enfocar su contenido en temas banales y basados en el efectismo fácil, el mejor ejemplo es la farándula dura.
Atribuir el debilitamiento de la televisión a un hecho trágico termina escondiendo los reales motivos de la crisis televisiva, otorga elementos emocionales a un tema que debe analizarse desde criterios objetivos y finalmente quita responsabilidad a los ejecutivos de la industria local de la profunda crisis de la televisión chilena que lleva vigente más de una década.